La sobremesa de los Oscars
Escena de The Substance.
Cuando vi Goodfellas, de Scorsese, por primera vez, yo era un niño todavía. No entendía por qué los señores pasaban tanto rato en un bar enternados, ni por qué había que tener siempre la boca cerrada para estar tranquilo en la calle. Recuerdo que esa noche me llevé a la almohada la imagen de jugar a los mafiosos el día siguiente en la escuela, pensando en cómo luciría mi cabello con más gel para peinar como lo usaba el invencible James Conway y jugaba a que el índice y el pulgar eran una poderosa pistola. Pero la imagen que más perduró en mí de la película fue otra, una que me punzaba mente y corazón a la vez (especialmente durante la colación): qué bien se ve la pasta de tomate hecha con ajos rebanados finamente con una hojilla. Necesitaba probarlo.
Mi abuela al hacer sus albóndigas para sus cuatro nietos un domingo no se iba a detener a dedicarle tanta paciencia miguelangelesca al noble ajo. Es que, claro, ella también quería tener tiempo para ver su película. Definitivamente no había cómo sugerirle esa variación en su receta (peor porque se iba a enterar que andaba viendo películas que no debía). Pero los mafiosos de Goodfellas sí que podían. Estaban presos. Tenían todo el tiempo del mundo. Y los ingredientes. Los más finos. ¿Qué hacían esos cuatro mafiosos no solo con ajo, tomate y pasta (ingredientes con los que un italiano puede hacer una Capilla Sixtina), sino también con bistecks premium, langostas y un ansiado vino para acompañar el almuerzo? Es más, ¿cómo es que tenían una cocina para ellos solos? ¿No era que la cárcel se trataba de una hilera de barrotes y una fría litera de hierro, como en The Green Mile?
Nada que ver. Ellos eran the wise guys. Se la pasaban con fajos de dólares en los pantalones. Champán en carros descapotados. Mimados siempre por la policía. Claro que podían. Aunque ahora caídos en desgracia, Scorsese quería que supiéramos que incluso ahí ellos pueden tener privilegios clandestinos. Faltaba menos, ragazzo. Por eso uno entiende por qué a Henry -protagonista y víctima de su grandeza, como buen héroe de Scorsese- de niño le brillaban tan explosivamente los ojos al imaginarse como gángster: "Para mí, decía, ser gangster era ser mejor que presidente de los Estados Unidos". Por cómo lucía esa pasta con albóndigas con su ajo especial en plena cárcel, ¿cómo no, caro Henry?.
Hablar de cine y cocina no solo es apreciar el deleite de un ingrediente desplegado bajo el embrujo visual de un lente, conocer platos nuevos o antojar a la abuela con algo que vimos en la pantalla. Es también entender que estamos llenos de historias, pero que solo en la cocina ellas encuentran ritmo, sustento y, digamos el cliché de una vez, sabor. Incluso cuando la cocina está ausente de la historia, uno puede sentir que los guionistas o el director nos están dando señales sobre las características de un personaje, un lugar, un sentimiento.
Ejemplos hay muchos. A la mente se nos pueden venir decenas: desde escenas icónicas, como la codorniz en pétalos de rosa en Como agua para chocolate, que representa la expresión máxima del amor más... rosa; pasando por manifestaciones fuertemente alegóricas como la cena eterna en El discreto encanto de la burguesía, en la que una comida entre sombríos ilustres no acaba nunca, porque quién le pone término al tedio burgués; las animaciones espectaculares de las comidas en las películas de Studio Ghibli, donde la sencillez y la integridad de la cocina japonesa se vuelven una caricia al alma; hasta las más terrenales, como el gran debate sociolingüístico sobre la cuarto de libra con queso entre Vincent y Jules que da el tono del callejeo ad absurdum de Pulp Fiction... y hasta la niñez nos reclama el ¡Bruce, Bruce, Bruce!, embarrado de vergüenza escolar y torta de chocolate de Matilda. Y pudiésemos continuar gritando más ejemplos, como el terrible coro de niños en esa escuela.
Pero, por ahora, vamos a concentrarnos en el evento que va a estar presente en las sobremesas de nuestros almuerzos el próximo lunes: la gala n.° 96 de los Premios Oscar. Comentemos las 9 nominadas a Mejor Película por la academia, las que se han robado los principales debates de críticos y fanáticos en las últimas semanas, pero buscando en ellas esa aparición de la cocina como una fuerza para la historia (ritmo, sustento y sabor...). Quisiera prometerles que vamos a comentarlas con el mismo detalle que aquél bandido de Goodfellas cuando pelaba su ajo, pero el tiempo apremia. Aunque, como decía mi querido Kurosawa: "Con una película puedes dar forma al tiempo, comprimirlo o expandirlo. Esa es la magia del cine." Esperemos, lector, que esta magia nos acompañe.
Ainda estou aqui: "Volveré para el soufflé"
Es una dictadura. Todos están siempre bajo sospecha. No se puede salir de casa sin pensar que los militares te van a detener en algún momento. Tampoco se puede hablar en cualquier lado: quizás tu vecino sea parte de la policía del régimen. O el que sirve los helados. Y si se habla tiene que ser como dice Chico Buarque en un himno contra las dictaduras: de lado... Solo existe un lugar seguro, libre de ojos perseguidores y de ideologías asfixiantes: la cocina.
Es en Ainda estou aqui (o I'm still here, si lo preferimos en inglés) donde este espacio cobra un profundo significado. La película está situada en la Brasil de la dictadura militar de los años 70 y cuenta la historia real de resistencia de Eunice Paiva y su esposo, Rubens Paiva, quien busca hacerle frente a la dictadura recibiendo e intercambiando las cartas que los luchadores por la democracia envían desde Chile a sus seres queridos.
En la era stalinista que padeció la Unión Soviética, surgió un género literario nacido al calor del horno hogareño. Se le llamaba kukhonnaya literatura o "literatura de cocina": no era tanto un género literario en sí, sino más bien una manera de sobrevivir culturalmente en época de la cortina de hierro. Eran discusiones que tenían lugar en las cocinas de los hogares donde las personas se sentían relativamente seguras de la vigilancia del Estado y las purgas de Stalin. No tanto para levantar un complot contra él, sino para hablar de algo tan peligroso como la libertad misma, porque es la libertad en ejercicio: filosofía, arte y poesía.
En Ainda estou aqui la cocina —de una casa de playa en Río de Janeiro que a los productores les tomó meses reconstruir para que se asemejase a una de los años , desgaste de paredes incluido—se convierte en el único lugar de reunión pleno. Y toda la paz gira en torno a un plato que, precisamente, tiene el don de reunir: el soufflé de Eunice, querido por los compañeros de lucha de los Paiva —arquitectos, expolíticos, dueños de librerías—, querido por su hija, quien migra para Londres y no deja de extrañarlo, querido por todos.
Y por esa facilidad que tienen los soufflés para levantar corazones que creen, para reunir texturas familiares como palabras de una conversación, duele tanto que las últimas palabras que escuche Eunice de su esposo sean: "Volveré para el soufflé", mientras dos policías lo meten en un carro… Décadas después, sabemos para dónde.
De cómo Eunice logra levantarse y levantar la memoria de su esposo con la mística y envidiada técnica con la que sus soufflés se elevan es que trata la historia de Ainda estou aqui.
The Substance: el tiempo es un opíparo caníbal
Tal vez The Substance, de Coralie Fargeat, sea la película más vista o, cuando menos, la que más FOMO ha generado esta temporada. Se entiende. Cómo no va a generar boca a boca la historia de una estrella hollywoodense, Elisabeth Sparkle, a quien la industria quiere desechar porque la ha visto envejecer en un programa de aeróbicos matutinos (claro que Demi Moore, que la interpreta, era consciente de la ironía), pero que encuentra una sustancia clandestina que le devuelve una versión más joven de sí misma al inyectársela–duplicándose como un huevo que duplica su yemay aparece Sue, que comienza a acaparar titulares y vallas (también aquí Margaret Qualley tiene su porción de ironía). Para la época en la que más presente estamos de nuestra imagen en selfies, stories y hasta cámaras de Zoom, ¿hasta dónde somos capaces de llegar por conservar nuestra imagen? En The Substance, esta pregunta tiene una respuesta rápida pero contundente: solo somos valorados a través de la mirada del otro.
En una industria como la cinematográfica sacudida por los escándalos y abusos de poder que confluyeron en el #MeToo, no sorprende que para una mujer esa mirada venga de los hombres. Y The Substance es una película de la otra mirada, de ser miradas. Por eso en el primer plato que aparece en la película el hombre que sostiene esa mirada juzgadora –Harvey, el gerente del canal; no, no se apellida Weinstein– se ve ridiculizado por la manera con la que devora grotescamente un bowl de rosados langostinos. Alerta: pasará mucho tiempo para que el espectador pueda olvidar los sonidos de Harvey, indecorosos, viscosos, groseros. Pero mientras Harvey destroza esos pobres langostinos sin ninguna delicadeza con sus manos, mira obscenamente a la mesera, no deja hablar a Elizabeth y se atreve a compartirle su paradigma de belleza, donde todo se acaba a los 50. Lo dicen los ratings bajos. Todo, con la boca llena de mantequilla.
Con este bowl ingerido cavernícolamente, además, el ojo de la directora nos introduce uno de los códigos visuales en los que está anclada la película: ese terror corporal que luego dominará la ¿simbiosis? entre Elizabeth y Sue. Todo lo que sea piel en The Substance es sensible a corromperse y romper con la imagen de perfección que ambos personajes anhelan. Uno puede conectar el caparazón de esos langostinos con la columna por la que se unen y se destruyen ambas a través de la sustancia, hasta su digno final cronenbergsesco.
Por supuesto, en este mundo de estrellas, cuerpos artificiales y cámaras morbosas, la comida es un peligro para la anatomía soñada. No sorprende que esa sea la primera arma de ataque de Elizabeth contra Sue cuando se rompe la unidad reventando su(s) cuerpo(s) con recetas desaforadas que hace a partir de un libro de cocina francesa. La desesperación de Elizabeth al ver que Sue goza de la popularidad y los ojos encima que ella ya no tiene, se manifiesta en cómo aprieta el pollo desnudo de una de las recetas hasta destriparlo, mientras se suceden imágenes sensuales de los muslos de Sue. Y Sue, por su lado, soñará que un muslo de pollo sale de sus glúteos. Porque la imagen de perfección con la que se canibalizan nunca para. Pump it up.
Dune: Part Two: Para unos, desierto; para otros, banquete
La ciencia ficción tiene el poder innegable de alertarnos sobre el futuro. En Dune: Part Two, veremos al joven profeta Paul Atreides establecerse en el desierto junto a los Fremen, una tribu asentada entre cuevas y arenales. Huye de los Harkonnen, la brutal familia noble que gobierna la opulenta y tecnificada Arrakis.
Es cierto: en esta entrega de Dune, son pocas las escenas en las que la comida está presente. Como en el universo de Mad Max, se entiende. Estamos en un futuro en el que la humanidad ha sido llevada al límite, donde cada persona es un guerrero dispuesto a luchar por los escasos recursos que garantizan la supervivencia de su pueblo. Alimentarse, entonces, adquiere una dimensión antropológica.
Miremos a los Fremen. Ellos tienen la misión de proteger la especia melange, un recurso codiciado por los Harkonnen y el resto de las casas nobles, pero que para ellos tiene un significado más profundo. Es esencial para su gastronomía. Es esencial para su vida espiritual. Es el corazón de su independencia. Para los Harkonnen, en cambio, no es más que un recurso a ser explotado, un petróleo galáctico.
Los Fremen han aprendido a vivir con lo mínimo: aprovechan cada gota de agua y cada grano de alimento en un entorno implacable. Mientras tanto, las casas nobles disfrutan de grandes banquetes. Esta brecha nos muestra la desigualdad entre los imperios tecnocráticos y las comunidades nómadas, si lo analizamos desde una perspectiva sociológica. Pero Dune: Part Two también es una historia de resistencia: los Fremen son verdaderos ingenieros de la escasez la transforman en una ventaja estratégica. Tienen disciplina (llorar es un desperdicio de agua) y una extraordinaria capacidad de adaptación (una cueva es tan hogar como cualquier otro refugio), lo que los hace fuertes. ¿Quién es más poderoso? ¿El que tiene más recursos o el que sabe resistir en su entorno?
Por cierto, existe una pequeña guía gastronómica sobre la dieta de los Fremen en el desierto que pueden encontrar aquí: https://www.youtube.com/watch?v=Nr_Ao7lwnTE. Sin duda, la Tabara Cake con café especiado suena ideal para el frío de Quito.
A complete unknown: el Bob Dylan que quiere comerse el mundo
A Bob Dylan le hemos visto varias vidas. Lo recordamos en la surreal I’m not there, con seis actores interpretando diferentes facetas de su vida. Muchas vidas, de hecho. También lo vimos desde un ángulo más documental en la pionera No direction home, de Scorsese. En todas, siempre, es un gran rebelde y visionario.
A Complete Unknown tampoco hace la diferencia. En ella vemos a un Timothée Chalamet estelar, magnético, discretamente calculador, encarnar la etapa de Bob Dylan en la que llega a Nueva York para empezar su carrera, conociendo a las principales figuras de la escena folk.
La película nos presenta su talento natural para el género de la tierra y el hombre en Estados Unidos. Pero detrás de ella está la visión de Dylan de convertirse en un artista antes que una voz más dentro del movimiento. No importa que cueste las amistades que lo catapultaron al estrellato, una esposa… Este Dylan tiene una ambición electrizante que se acaba resumiendo en su adopción de instrumentos eléctricos en el festival de Newport del ’65, un horror para la escena más tradicional del folk.
De esta ambición tenemos una escena reveladora en la película. A Dylan le preguntan qué quiere ser: “Seguramente un artista”, se adelanta el personaje que le hace la pregunta. “Sí, un artista que come”, responde inmediatamente. Siempre ha sido compleja la relación entre artistas y comida para la tradición, al parecer.
The Brutalist, un artista del hambre
Aquí también está ausente la frugalidad de la cocina. Se entiende: The Brutalist, de Brady Corbet, aborda la biografía de László Tóth, un arquitecto húngaro que sobrevive al Holocausto y emigra a Estados Unidos huyendo de la persecución contra los judíos.
László es un artista apasionado, capaz de renunciar a sus millonarios honorarios con tal de que la obra que imagina —una representación de su memoria eterna, entre el abuso y la excentricidad de un millonario— cobre vida tal como la concibe en su mente. Nos recuerda a ese artista del hambre de un cuento de Kafka, el ayunador profesional cuya dedicación extrema al arte es admirada pero incomprendida. Desplazado y olvidado, el artista del hambre termina trabajando en un circo, donde su jaula apenas es notada entre los animales exóticos. Eventualmente, muere de inanición en el olvido absoluto. Antes de morir, revela que nunca encontró un alimento que realmente le gustara, sugiriendo que su ayuno no era una elección artística, sino una imposibilidad de vivir en el mundo tal como es.
A László apenas lo vemos comer, salvo cuando es invitado a los humillantes banquetes de su mecenas, donde lo exhiben como un animal exótico que toleran por su talento bauhausiano. Y, por supuesto, un estelar Adrien Brody, a quien estamos cada vez más acostumbrados a ver sobrevivir con una dieta de tabaco y dolor, encarna a la perfección este arte del ayuno artístico. Apenas cuando László y su esposa comienzan a asentarse en su nuevo país, lo vemos frente a una modesta sopa que podemos adivinar como un Tyúkhúsleves húngaro, una sopa de pollo para recibir noticias duras con un temple más amigable.
Si la comida es parte del viaje, la historia de László nos deja entrever que lo único que realmente le importa (como confirmaremos en ese final inolvidable) es el destino: dejar un monumento que el tiempo no pueda borrar. Comer es demasiado terrenal para un László que tiene como propósito nada más y nada menos que la redención de la posteridad.
Wicked, una pócima de esperanza
Desde el pan de lembas, con sus envidiables propiedades restaurativas, ofrecido por los elfos en El Señor de los Anillos, pasando por los banquetes instantáneos en Harry Potter (cosa curiosa: en este mundo, no se puede crear comida con magia; es una de sus leyes), la fantasía clásica siempre ha reflexionado, aunque sea de manera sutil, sobre la comida y el uso de recursos.
Wicked es la precuela de The Wizard of Oz, protagonizada por Ariana Grande y Cynthia Erivo, cuya química brilla en sus roles de Glinda (futura Bruja Buena del Norte) y Elphaba (futura Malvada Bruja del Oeste). A través de constantes números musicales, asistimos al origen de las motivaciones de la Bruja Malvada, que ya no parece tan malvada cuando retrocedemos en su historia y apreciamos su nobleza y lucha por los más desfavorecidos.
De ella podemos destacar el cóctel afrodisíaco que toman los padres de Elphaba en su noche de bodas. Más adelante, este brebaje se convierte en el elixir mágico que le da su característico color verde, un detalle crucial para el desarrollo de la historia. Un picante ingrediente dentro de este mundo mágico.
Cónclave: un almuerzo puede ser un confesionario
No pueden salir. Decenas de cardenales están encerrados en el Vaticano para elegir al sucesor del papa que acaba de morir de un infarto. No es tarea fácil. El nuevo papa necesitaría tener al menos un tercio de los votos para ser proclamado como el Sumo Pontífice. Es tiempo de buscar rincones para negociar acuerdos entre una y otra facción: conservadores, continuistas o liberales. De mover hilos sin que se note la mano que mueve la rueca. Pero hay un solo momento en el que todos tienen que estar juntos y con las manos arriba de la mesa: la hora de la comida.
Y Edward Berger, director de la intrigante Cónclave, lo sabe. Por eso nos muestra el rostro más dramático de las ambiciones de poder dentro de la iglesia a través de las mesas de un comedor aparentemente sobrio, casi escolar, aséptico.
Podemos ver, por ejemplo, cómo la distribución de los cardenales por países señala una división casi natural de la institución más universal. Italiani tutti quà, spagnoli là, inglesi là, dice un suntuoso cardenal italiano al deán encargado de gestionar la sucesión -e interpretado magníficamente por Ralph Fiennes, anótenlo en su lotería de premiación-, para argumentar que hace falta volver al centro, o sea, Roma, o mejor dicho, él mismo para reunificar la iglesia. Lo dice mientras espolvorea queso parmesano en sus tortellini (?) como si se tratase de agua bendita.
Allí mismo, en el comedor, es donde acaban revelando la verdadera corrupción y codicia detrás de uno de los mayores candidatos, así como en contraste también se nos presenta con suma candidez al cardenal que oficia un correcto rezo antes de comer, ganándose el favor de muchos. Pero es tal vez en una escena puntual donde se nos revela la función estratégica del comedor, no solo para la película, sino también para los contendientes al título.
Adeyemi, un cardenal nigeriano, obtiene un buen puñado de votos el primer día. Se siente ganador. Pero, en el almuerzo del día siguiente, algo sucede. Escuchamos una charola cayendo al piso. Vemos a Adeyemi salir furioso del comedor. Gritos. Y vemos llorando a una de las monjas que ayuda a servir la comida. Lo que sucedió entre ellos es un secreto que dejaremos a discreción del espectador. Pero es cierto que lo termina dejando lejos de la contienda. Después nos enteraremos de que este encuentro fue premeditado. ¿Cómo no van a ser las mesas un lugar para confesiones e intrigas? Si ya lo son las de nuestro trabajo, tampoco se salvan las más santas. Y en Cónclave de ellas dependerá la historia.
Anora o la intimidad de una hamburguesa
Al igual que en The Substance, Anora aborda qué significa ser vista de una manera toda tu vida y luego ser vista realmente.
Esta tragicomedia, dirigida por un Sean Baker que se siente muy a gusto explorando los límites del sueño americano, narra la historia de Anora —Ani, como le gusta que la llamen—, una trabajadora sexual en un club de Nueva York que termina enredándose con el joven hijo de un oligarca ruso, encaprichado con ella hasta el punto de llevarla al altar en Las Vegas.
Ani, que sueña con el príncipe azul que transformará sus días en el strip club en un mal recuerdo, vive en una fantasía de ballet sostenida por los millones irresponsables del niño ruso. Así, experimenta un glamour artificial, propio de una heroína de película norteamericana de los años 50. Todo esto se interrumpe cuando aparece un séquito de matones: dos hermanos armenios y un ruso irrumpen en su nido de amor. La boda no era más que otra travesura del príncipe en Estados Unidos, y ahora su padre quiere que se anule todo.
El príncipe huye y la pobre Ani debe quedarse con ellos hasta que lo encuentren. Tal vez sea en un grasiento diner neoyorquino, donde los cuatro se sientan a comer después de una jornada agotadora de búsqueda cuando Ani es vista por primera vez tal como es. El ruso silencioso no se saca el pedazo de carne y pan de la boca, y en su mirada —en la complicidad naciente entre ambos— sentimos que Ani se ve, por primera vez, como realmente es, no como quiere que la vean ni como la percibe la familia real rusa. El desenlace de la historia hace que esta mirada se vuelva icónica para la película.
Nickel Boys: la porción del dolor
Una mano extendida a un cielo con una naranja al medio. Un tío reparte cartas en la mesa. Una abuela suelta las serpentinas del árbol de Navidad. Un globo que sostienes en tu habitación… Un plato de albóndigas en el que, encima, ves el color de tu piel. Un bastón de un hombre blanco mayor que la pincha para probar si eres humano.
Nickel Boys, el logro cinematográfico más innovador de la temporada, dirigido por Ramell Ross, avanza a través de ráfagas veloces desde un plano que hoy llamaríamos POV, metiéndole una lupa a los pequeños instantes de belleza y dolor. Inspirada en la novela de 2019 de Colson Whitehead que lleva el mismo nombre, la historia trata sobre los terribles años que viven en una escuela de reforma abusiva los dos niños afroamericanos Elwood y Turner. Decir terrible es poco. Es una perversión humana la Nickel Academy que ambos padecen injustamente.
Creo que era Godard quien decía que la fotografía es verdad, pero el cine es la verdad 24 veces por segundo. Nickel Boys es una prueba contundente de ello. Lo podemos ver en una de las escenas que parece un monólogo, un aria lírica sobre el dolor de la raza.
En la escena, la abuela de Elwood está sentada, de noche, en la cocina junto a un bizcocho con un frosting de crema de maní que luce delicioso, emblema de la cocina afro. Mueve el cuchillo de acá para allá, limpiando la crema al borde de un plato. Le cuenta a Elwood—que acaba de ser detenido injustamente por un malentendido—la historia de cómo su padre también fue arrestado cuando volvía a casa de su segundo trabajo.Dos días después lo encuentran ahorcado en su celda. La abuela tiene ahora crema de maní en sus uñas, porque, reflexiona ella, “el hombre blanco te enseña a no tomar más migajas de las que les damos”. La abuela limpia el cuchillo al borde del plato. Ya le sirve su porción del pastel a Elwood y él se acerca a la mesa a tomarlo. Nadie te va a proteger, Elwood, ni el ejército, le dice. “¿Por qué? Porque tu porción es el dolor”. “Nana, regresaré pronto”, dice al final de la escena Elwood. Cuando Elwood regrese, ya no será el mismo. Y veremos —durante el mismo relato— cómo se forma su identidad con la costra del dolor rodeándolo, como una cobertura de maní.
Emilia Pérez: con qué se come la polémica
Me equivoqué. Tal vez The Substance no sea la película más comentada de esta temporada. Quizá ese título le pertenezca a Emilia Pérez. Los tiktoks con clips satíricos sobre la película y los titulares que acapara su director francés, Jacques Audiard, con cada declaración sobre México o la cultura latina, hacen que cualquier análisis choque pronto contra un muro de defensores y detractores.
Ante una historia tan polarizante, quisiera recordar que este musical (porque también es un musical) nos regala, de pronto, un poema que merece nuestra atención:
“Papá, papá, hueles como a papá,
hueles a las montañas
a cuero y café
hueles a la comida
picante, picante,
hueles a azúcar,
a cordero en el fuego
al olor del motor,
hueles también a Coca-Cola con limón,
hielo y sudor.”
“Olía a piedrecitas
calientitas por el sol,
a mezcal y guacamole,
olía a los perros,
a los viajes en carro,
olía a cigarro cuando nos abrazó
la última vez,
la última vez,
la última vez.
Papá, papá,
papá, papá.”
Olvidemos, por un momento, que se trata de Emilia Pérez. Sintamos que la niña que canta, extrañando a su papá muerto, nos transporta con los sentidos a esos pequeños pasados en los que alguna vez fuimos.Hasta la comida, picante, picante, como el México polémicamente icónico de Audiard, está presente. Es un logro sentimental. Se podría decir, como el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, que es lícito esperar de las películas lo mismo que él esperaba de las personas: "me contento nomás con que tengan un rasgo bueno".
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