Sopas en un caparazón
Una historia metabólica de las Islas Galápagos
Hubo un tiempo en que las islas eran solo costras de suelos rojos y negros, lava solidificada, a mil kilómetros de Ecuador, esparcidas en un fragmento del Pacífico. Permanecieron allí, lejos del resto del mundo, durante cientos de miles de años. Con el tiempo, la materia orgánica descompuesta comenzó a estratificarse sobre las rocas, sentando las bases para la vida. Aferradas a troncos a la deriva, ciertas criaturas llegaron y permanecieron. Los primeros colonos humanos pisaron las islas alrededor del siglo XVII: los balleneros.
Sin embargo, la mayoría de los colonos llegaron mucho después, en los años sesenta, desde el continente. Entre ellos estaba la bisabuela de Ina—un nombre ficticio—, una mujer de San Cristóbal que se subió a un barco para dejar la tierra firme para siempre. Esta historia proviene de las palabras de Ina, de nuestras largas conversaciones en una cabaña, en lo profundo de El Progreso, recogiendo granos de café y hablando de la vida entre la niebla sagrada que brotaba del bosque lluvioso, con velas iluminando la noche como en un cuento de Sepúlveda.
Los bisabuelos de Ina tenían una finca en lo que solía ser el sur de Ecuador. Cuando las tropas peruanas ganaron la guerra, perdieron sus tierras y partieron, sin regresar jamás. En 1954, empacaron lo que pudieron—no mucho—y llegaron a Floreana. Floreana fue el primer asentamiento humano. Hoy, florece nuevamente, pero sin humanos.
El barco llegaba al puerto una vez al mes, transportando sacos de harina, mazorcas de maíz, petróleo para lámparas, medicinas y herramientas de trabajo. Los colonos veían aparecer la embarcación como un espejismo y recibían el sonido de sus bocinas como campanas en un día festivo. Para los primeros habitantes de las islas, cultivar sus propios alimentos era crucial, y las familias intercambiaban lo que necesitaban: un barril de plátano verde y maduro, un saco de café.
El saco de yute que alguna vez había contenido papas de la Sierra se cosía para convertirse en un par de pantalones. Tres puñados de pescado salado podían intercambiarse por un pollo desplumado. Desde las raíces del primer enclave, la vida se extendió por las islas hasta el presente.
Vista de las casas de los trabajadores, Hacienda El Progreso, 1888. Universidad de Victoria.
Al principio, los galapagueños vivían de la pesca, persiguiendo los cardúmenes que se acercaban a las islas, atraídos por la abundante corriente de Humboldt y la próspera vida que se formaba a su alrededor. En tierra, despejaban piedras con sus picos, apilaban hojas y materia vegetal para formar algo de suelo fértil. Como es común en muchas islas, los animales de granja se convirtieron en una parte fundamental de las despensas vivientes que proveían alimento. Algunos de los chanchos llegaron con los hombres en barco, solo para escapar y volverse salvajes. Entonces, los cazaban. Lo mismo sucedió con gatos, perros y cabras.
Los barcos fueron, una vez más, el oscuro y profundo vientre que nuestra especie ensambló con madera curva y metales soldados, el portador de una nueva ecología.
En los barriles se guardaban los plátanos verdes. Con ellos, sus nematodos. Las ratas negras se aferraban a las amarras. Con ellas vino un imperio de microorganismos y garrapatas. Las Galápagos eran islas vírgenes, empapándose de especies biológicas y artefactos culturales que la gente llevaba desde el continente.
Durante los años cincuenta y sesenta, mucho antes de que la refrigeración llegara y se hiciera accesible, la grasa bovina era el agente conservante de toda carne, impidiendo que se pudriera en la profunda humedad y el sol de este lugar. La grasa de cerdo y el aceite de tortuga se derretían en grandes ollas sobre las llamas ardientes de la madera de Scalesia y Burmania, junto con las ramas del árbol de Palo Santo, con su aroma celestial y su corteza blanca pálida. Pescado, carne, pollo y cortes de res se sumergían en la mezcla hirviente, solidificándose nuevamente con el enfriamiento, congelados en un limbo temporal.
En el pasado, la carne en Galápagos no provenía solo de lo que los hombres cargaban en el vientre de sus arcas de acero, cruzando miles de kilómetros entre estas islas y el Ecuador continental. Como en cualquier otra isla del Pacífico, los habitantes del mar adaptaban su dieta al hábitat, cocinando y metabolizando una amplia gama de otras criaturas. Las iguanas, en tiempos de hambruna, y las tortugas, hervidas en agua de mar, se convertían en reservorios de carne viva para los navegantes. Capaces de sobrevivir un año sin agua ni comida, las tortugas fueron la despensa viviente de comunidades enteras de marineros.
Una anciana que conocí mientras buscaba plantas me llevó al fondo de su terreno, donde alguna vez hubo una excavación arqueológica. Me mostró una sección lisa de la colina con docenas de enormes caparazones de tortugas terrestres apilados uno sobre otro en un vertedero de desechos alimenticios. "Cocinaban la carne dentro del mismo caparazón", dijo. Puesto boca abajo sobre el fuego, hirviendo en su propio caparazón, transformando un linaje de reptiles en energía metabólica para los colonos. Esparcidos alrededor había frascos de medicinas, botellas rotas de licor y latas, restos de colonos y científicos de Australia, Inglaterra y España.
Lejos de la fascinación de Darwin y de Berlanga, las islas fueron moldeadas por el capitalismo temprano: aquí también llegó la caña de azúcar, cuando un terrateniente ecuatoriano decidió marcar la tierra para siempre, construyendo la primera hacienda capitalista.
Manuel J. Cobos posa con trabajadores en la Hacienda El Progreso, 1888, San Cristóbal. Archivos de la Universidad de Victoria.
Vista de las casas de los trabajadores, Hacienda El Progreso, 1919. Universidad de Victoria.
El fértil suelo volcánico se convirtió en un campo de batalla por el lucro, y el trabajo de hombres y bestias transformó la naturaleza cruda en una máquina de producción. Bastó un terrateniente rico ecuatoriano, y la Hacienda El Progreso nació en medio de San Cristóbal a finales del siglo XIX.
Así, los pinzones de Darwin coexistieron con trabajadores importados, viviendo en aislamiento, trabajando bajo el sol, absorbiendo la niebla que goteaba de las persistentes nubes del Pacífico. Manuel J. Cobos, fundador de Hacienda El Progreso, gobernaba su imperio con puño de hierro, y pronto un sistema casi feudal controló a los habitantes, muy lejos de los ideales de progreso que decía representar.
Las exportaciones de azúcar crecieron junto con los parches calvos y deforestados en la cabeza de esta isla dormida. Desde los barcos partían pieles de animales, aceites, pescado salado, alcohol de caña, melaza y musgos tintóreos. Cobos fue asesinado por sus propios trabajadores.
Me he preguntado qué cicatrices quedan de este pasado en el rostro de este paraíso en la Tierra. Aquí, como en innumerables otras islas, hay cicatrices. Los esfuerzos de conservación intentarán erradicar especies invasoras por muchas décadas más, y es más fácil en un fragmento aislado de tierra como lo son las Galápagos, pero aquí también es solo una manera de retrasar un proceso que permea cada territorio que habitamos.
Fotografías de Simón Ribadeneira.