Emilias
una colaboración de santiago pazos carrillo
¿Cuánto cuesta la manzana?, pero no me dé la que tiene puntos negros, mmm… no es la que buscamos, es la importada, parece la ambateña, pero no tiene su aroma.
De niño cogía una manzana grande del cajón de madera, la llevaba a mi nariz y la olía, su aroma era como de una flor. Me imaginaba su textura y sabor en boca, amarilla, arenosa, dulce… cocida al horno, pintada con mantequilla, azúcar y canela y con un copete de espumilla encima; el color de su piel entre cremosa y algo caramelizada, brillosa y desquebrajada, bañada con crema inglesa o con salsa de naranjilla, espectacular.
Los mercados populares siempre me encantaron, iba con mis padres al de Baños de Agua Santa, comenzaba en la calle Ambato, pero en el lado opuesto de donde se encontraba la iglesia… dentro de esta veía los cuadros de los milagros realizados por la Virgen, la imagen del burrito cayéndose con su dueño en el río Pastaza, pero salvados por ella; la Virgen pegada en una puerta de madera, en medio del gran incendio de inicios del siglo XX en Guayaquil, única casa que se salvó en ese sector; el enfermo en el lecho de muerte curado por María… llegábamos tipo 8 de la mañana, luego de la misa.
La feria comenzaba en la calle, algunas veces hasta media cuadra antes del espacio oficial, recuerdo sus puestos, a la entrada, por un lado, estaban las verduras, por otro las especias, las harinas y los fideos, al pie de estos algunos de juguetes…
Al frente del mercado se encontraba la casa de mi tía Guillermina y de mi primo Basilio, ella de unos 90 y él de unos 70 años, se entraba por una puerta de madera, pintada de blanco y celeste, la primera pisada se sentía dura y húmeda, del cemento de la vereda a la tierra del corredor, me transportaba a otro tiempo, de pronto una grada, un zaguán, una habitación. Nos sentábamos en una butaca de madera larga, nos ofrecían pan cachito y café negro para mis padres, para mi leche con chocolate.
Remojaba el cachito dentro de la taza, había más pan sobre la mesa, pan con nata y alzaba la cara y veía a la cincuentena de santos y vírgenes mirándome y bajaba la mirada y era el pan, la nata y el chocolate, atrás mío varios cuadros del infierno y regresaba a ver a mis padres, pero los santos me miraban aún.
Basilio tenía una tienda, era un espacio con piso de madera clara, nunca encerado, lleno de bultos suaves y duros, mucho polvo blanco, recuerdo que en los escaparates había galletas de coco y de sal, me cogía de las dos y me acostaba en los bultos, años después supe que estos eran de harina para hacer pan.
En medio del mercado se encontraban las frutas, cajas y canastas con peras, claudias, mandarinas, duraznos, abridores, uvillas, frutillas, moras, zapotes, tomates de árbol, granadillas, maracuyás, guabas y, al fondo de la plaza, papas, ocas, zanahorias blancas, camotes, yucas, plátano verde.
Mi madre entraba en los laberintos de los puestos, mi padre señalaba, los capulíes grandes y las peras de Castilla para el jucho, Lauri, no te olvides de los babacos. Mis padres son unos cracks para negociar. A ver, en cuánto me deja los babacos, están en cinco mil sucres, no, está mucho, le doy tres mil quinientos, no señora, es muy poco, pero cómo que muy poco, primero están verdes, tengo que esperar bastante para que estén maduros, están pequeños, no es como este, ¿y cómo está su mamacita?, bien, ya salió de la casa, ah… todavía hacen colada de haba y cómo la hace… me va a dejar en 3.500, muy bien, tome, aquí está el dinero… y se llevaba un montón de babacos más la yapa...
Algunas personas llaman al mercado ecuatoriano como tiánguez, pero no debería ser así, ya que este es un término mesoamericano… no encontrábamos la manzana requerida, estaban chiquitas y tenían puntos negros, entonces mis padres decidían, sin más ni más, ir al mercado Primero de Mayo de Ambato. Bajábamos del Mazda azul y, de pronto, su gran manía, el regateo. En cuánto está la caja de la manzana -mientras tanto veía las de colada, esas que tienen las cáscaras rugosas o las otras conocidas como Ana- en ocho mil la caja, ellos examinaban la fruta, mi padre levantaba dos o tres y decía, no, esta no Lauri, las de abajo están chiquitas. Con un gesto único, como si le estuvieran haciendo una mala pasada, mi madre contestaba no, en ese precio no, saque las gruesas. La frutera sacaba el cajón de debajo de la mesa de madera, retiraba el papel periódico con cuidado y ahí estaban, grandes, aromáticas y limpias, ella las protegía para que no se dañen, no se golpeen y, por poco, no les dé mal de ojo.
Mi padre, pensando en voz alta comentaba están en ocho mil, pero la casera indicaba que no, están en diez mil, en eso mi madre replicaba, pero esta me vendía a ocho mil y siendo de la gruesa, la casera con ojos sorprendidos contestaba que sí, en ese momento terminaba la negociación. Regresábamos a Baños, pero no con una sola caja, sino con dos de manzanas Emilia.
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